¿Fue Sarmiento un tenaz enemigo de las culturas americanas y quien incitó su exterminio? ¿Es justo atribuirle a Sarmiento la paternidad de una institución profundamente colectiva como es la escuela pública? En estas notas buscamos dejar en suspenso nuestros juicios (a favor o en contra) para preguntarnos qué queda de Sarmiento en el siglo XXI y cómo podemos reencontrarnos con su figura para debatir sus ideas y su legado.
Recorremos cinco registros buscando claves de lectura que iluminan aspectos del programa sarmientino: la función política de la escritura; Europa y Norteamérica como modelos civilizatorios; el Facundo como clave interpretativa del drama americano, una concepción de “educación popular” y Sarmiento como expresión de la voluntad estatal.
Por Nicolás Arata
Escribir en tierra americana
La vida de Sarmiento coincidió con una época marcada por la revolución y la guerra. En el Río de la Plata, la culminación de las luchas por la independencia abrió paso a las guerras civiles, donde los caudillos ejercieron un fuerte liderazgo, inquietando a quienes, como el sanjuanino, veían en aquellos hombres de a caballo una expresión de la barbarie americana.
Ante la fragmentación que produjo el fin del orden colonial, todo estaba por hacerse. La búsqueda de una nueva forma de gobierno fue un camino sinuoso y agitado. En ese contexto, el primer rasgo que caracteriza la trayectoria de Sarmiento puede leerse a contraluz de la sentencia pronunciada por Amadeo Jacques sobre la Argentina del siglo XIX, que rezaba: “donde hay diez tareas y un solo hombre, es preciso que cada uno sepa doblarse a todo, y prestarse, si lo exigen las circunstancias, a papeles múltiples y variados”.
Sarmiento encarnó esta idea como nadie: fue estadista y militar, periodista y educador, avezado polemista y escritor, viajero e inventor, ideólogo y diplomático. Vivió cada uno de estos roles con intensidad apasionada, encumbrando su figura entre las más controvertidas de la historia argentina.
Sarmiento le dio letra al Estado moderno. ¿Qué lugar tenía la palabra escrita en aquel contexto? En la América latina del siglo XIX la escritura se colocó al servicio de la organización del Estado moderno.
A partir de 1820, “Escribir –destaca Julio Ramos- era dar forma al sueño modernizador, era civilizar”. Sarmiento formó parte de una generación para quienes –recuerda François Xavier Guerra- la escritura fue concebida no tanto como una actividad universitaria, sino “como un acto político en el sentido etimológico de la palabra: el del ciudadano defendiendo su polis”.
Si algo caracteriza los escritos de Sarmiento, es el tono intempestivo de sus intervenciones. Las posiciones que adoptó terminaron por enfrentarlo con algunos de los hombres fuertes del país.
En sintonía con la prédica de los miembros de la Generación del ’37 (entre los que se encontraban Echeverría, Sastre y Alberdi), y apoyándose en las lecturas de Montesquieu, Rousseau, Diderot y Volney –entre otros- Sarmiento combinó en sus escritos un ataque sostenido contra la figura de Juan Manuel de Rosas y el despliegue de una nueva sensibilidad político-literaria: “Un periódico es el hombre. El ciudadano, la medida de la civilización de un pueblo.” Los sucesivos exilios potenciaron la pasión por comunicar ideas. Desde Chile colocó su pluma al servicio de los periódicos El Mercurio y El Heraldo Nacional. Para entonces, Sarmiento se había convencido –como señala Batticuore- de que “un hombre culto y una nación civilizada no pueden vivir sin periódicos”.
En el largo siglo XIX, toda escritura fue política. Empoderar la palabra, realizar una acción por medio de la escritura, diseminarla, demostrar que nada del mundo le resultaba ajeno, fue la primera, tenaz y porfiada empresa del sanjuanino.
Soñar con Europa, despertar en Norteamérica
El viajero que habitó en Sarmiento atraviesa buena parte de su obra, aunque podemos verlo con claridad en dos libros: Viajes por Europa, América y Africa (1849) e Informe sobre el Plan seguido en el viaje de exploración pedagógica en Europa y Norte América presentado al Ministro de Instrucción Pública (1848).
En sus cartas, Sarmiento describe los lugares visitados subrayando sensaciones: “He escrito, pues, lo que he escrito, porque no sabría como clasificarlo de otro modo, obedeciendo a instintos e impulsos que vienen de adentro…”. Tras pasar por Montevideo –una ciudad “erizada de cañones”- y de realizar una escala en la urbe carioca –“este cráter abierto en cuyo interior está fundado Río de Janeiro”-, arriba a Europa. Su itinerario lo condujo por Francia, España, Italia, Suiza, Austria, Alemania, Holanda, Bélgica e Inglaterra. Callejeó por París, alternando las tareas de recolección de información sobre experiencias educativas con sucesivas visitas a casas editoriales, procurando que su libro Facundo encontrara un editor dispuesto a publicarlo.
Su mirada recorta paisajes, prácticas y temas que trascienden las formas escolares, que luego volcará en sus informes. Se perfila, aquí, el siguiente rasgo: la educación no consiste –exclusivamente- en asimilar un puñado de saberes y conocimientos; para Sarmiento, educarse consiste en configurar un nuevo modo de estar en el mundo, de autogobernarse, de establecer vínculos con el Estado y de habitar el espacio público. De ahí que en sus registros de viaje no sólo llame la atención sobre los métodos más apropiados para enseñar a leer, escribir y contar; también orienta su mirada hacia los fenómenos que engendran un nuevo tipo de sociabilidad:
“Mis estudios sobre la educación primaria me ponen en contacto con savants empleados y hombres profesionales; pero hay otro costado de París que me ha llamado profundamente la atención, y son los placeres públicos y la influencia que ejercen sobre las costumbres de la nación.”
El sueño sarmientino comenzó en Europa pero amaneció en Estados Unidos. Fue el coloso del norte, sociedad a la que describió como
“una cosa sin modelo anterior, una especie de disparate que choca a la primera vista […] y no obstante ese disparate inconcebible es grande y noble, sublime a veces, regular siempre”
donde halló las nuevas bases sociales y educativas que Europa le había escamoteado. Entre el 15 de septiembre y el 4 de noviembre de 1845, recorrió los Estados Unidos en barco y por tren, sorprendiéndose de los adelantamientos técnicos del pueblo norteamericano. Para Sarmiento, el bienestar de los yanquis estaba “distribuido con más generalidad que en pueblo alguno” mientras que las industrias “siguen una progresión asombrosa” a diferencia de Europa, donde a pesar de poseer “su antigua ciencia y sus riquezas acumuladas de siglos, no ha podido abrir la mitad de los caminos de hierro que facilitan el movimiento en Norte América.”
Una figura clave para acercarse a la experiencia americana fue el Secretario de la Junta de Educación del Estado de Massachusetts Horace Mann, a quien Sarmiento consideraba “el gran reformador de la educación primaria, viajero como yo en búsqueda de métodos y sistemas por Europa”. La relación que Sarmiento entabló con Horace y Mary Mann le permitió organizar una red de relaciones que hizo posible, entre otras cosas, la incorporación -algunos años después- de un grupo de maestras y maestros norteamericanos al frente de las primeras escuelas normales fundadas en Argentina.
Biografiar la barbarie
Si el viaje está asociado con la búsqueda de un modelo civilizatorio, la exploración de la geografía y la historia argentina representan un esfuerzo por descifrar el enigma que le impide al país devenir República. En Sarmiento, ambos movimientos –el viaje importador del discurso y la exploración interior en busca del enigma- están conectados: desplazarse para regresar con la palabra autorizada pero consciente que la originalidad americana no puede ser comprehendida exclusivamente desde el archivo europeo. Por eso el Facundo (1845) ocupa –según Oscar Terán- un lugar destacado entre los textos fundacionales de la cultura argentina. Su escritura representa un esfuerzo por echar luz sobre el drama que agita la vida en el cono sur americano. Sarmiento señala que ese drama está cifrado en el enfrentamiento entre dos polos opuestos: la civilización y la barbarie. Al emparejarlos, ambos términos terminan por conformar un dispositivo que permite pensar el origen del conflicto social y su (posible) resolución. Como sostuvo David Viñas, “Toda sociedad que necesita organizarse debe reposar sobre una metáfora”. El mérito de Sarmiento fue, precisamente, haber construido una de las más poderosas formas de representar el enigma de la vida argentina en el siglo XIX.
La forma literaria que adoptó el Facundo fue objeto de diferentes interpretaciones. La pregunta que atraviesa una amplia cantidad de trabajos que reflexionan sobre aquel libro insisten en preguntase si puede ser catalogado como un clásico del pensamiento político, o más bien se trata de un clásico de la literatura. Uno de sus primeros lectores, Valentín Alsina, escribe a Sarmiento: “le diré que en su libro, que tantas y tan admirables cosas tiene, me parece entrever un defecto general -el de la exageración-: creo que tiene mucha poesía, si no en las ideas, al menos en los modos de locución. Usted no se propone escribir un romance, ni una epopeya, sino una verdadera historia social”.
El Facundo no se ajusta a las reglas del canon historiográfico. Más que ensayar una reconstrucción del proceso histórico, busca esclarecer la trama donde se anudan las relaciones de poder. La historia de una violencia que –como advierte Ricardo Piglia- “debe leerse a contraluz de la historia ‘verdadera’ y como su pesadilla”. El miedo –o, mejor dicho, la experiencia del miedo- es uno de los componentes centrales que recorren la obra. Para Sarmiento, el miedo es la sustancia que anida en el carácter argentino y lo moldea: “Si no es la proximidad del salvaje lo que inquieta al hombre de campo, es el temor de un tigre que lo acecha, de una víbora que puede pisar; esta inseguridad de la vida, que es habitual y permanente en las campañas, imprime en el carácter argentino cierta resignación estoica para la muerte violenta.”
Para introducir al lector en el teatro de los acontecimientos, Sarmiento apela a una acción donde el verbo convocante jugaba un rol crucial: “Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte, para que, sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo. Tú posees el secreto: ¡revélanoslo!”. Si una obsesión sobrevuela el Facundo, es desentrañar el enigma que impide al país su devenir moderno. Evocar significa “traer algo a la memoria o a la imaginación”, pero también “llamar a los espíritus y a los muertos, suponiéndolos capaces de acudir a los conjuros”. Aunque Sarmiento no sólo precisa evocar; también entiende que es indispensable invocar al fantasma de Facundo (es decir, pedirle ayuda, solicitar su auxilio) para que, a través de él, las penurias de la historia nacional puedan ser narradas, pueden hacerse inteligibles.
A lo largo de la obra, Sarmiento construye un frente a frente dialéctico entre barbarie y civilización. Este enfrentamiento puede ser leído, retomando el concepto acuñado por Oscar Terán, como una “cultura de fricción”. A través de figuras modélicas (la ciudad y el desierto) Sarmiento despliega formas culturales antagónicas: la americana y la europea. En la primera las expresiones culturales estaban desprovistas de reglas, eran irregulares y dispersaban las energías. El gaucho y el indio eran sus principales activos y el desierto su hábitat natural. La segunda, en cambio, se inscribía en los principios civilizados, era la ciudad con sus escuelas, la ley y sus comercios, el mercado interno con sus reglas, el ferrocarril, los ríos navegables y la industria. La ciudad ofrece refugio y orden; la campaña anarquía y peligro. El hombre de campo vive sometido a sus inclemencias:
“Si no es la proximidad del salvaje lo que inquieta al hombre de campo, es el temor de un tigre que lo acecha, de una víbora que puede pisar.” Las villas del interior despiertan “compasión y vergüenza […] niños sucios y cubiertos de harapos, viven con una jauría de perros; hombres tendidos por el suelo, en la más completa inacción”. En un escenario gobernado por la soledad de las distancias: “¿Dónde colocar la escuela para que asistan a recibir lecciones, los niños diseminados a diez leguas de distancia, en todas direcciones?”.
La ciudad, por el contrario, es el centro gravitacional de la civilización. Allí están los talleres de artes, las tiendas de comercio, las escuelas y los colegios, los juzgados y todo lo que caracteriza a un pueblo culto. Sarmiento exalta el grado de urbanidad de las comunidades alemanas y escocesas que vivían en el sur de la ciudad de Buenos Aires: “las casitas son pintadas; el frente de la casa siempre aseado […] el amueblado sencillo, pero completo […] y los habitantes, en un movimiento y acción continuos.”. Su grado de civilidad es tan grande que si bien “han sufrido de la guerra […] jamás han tomado parte, y ningún gaucho alemán ha abandonado su trabajo, su lechería o su fábrica de quesos, para ir a corretear por la pampa.”
Educación popular
En 1849 Sarmiento publica Educación Popular, un material que puede ser leído de manera independiente pero también como complemento del Informe sobre Educación Común presentado al Consejo Universitario de Chile. Se trata de un texto elaborado para el gobierno de Chile pero pensando en su implementación, cuando los tiempos políticos lo dispusieran, en Argentina.
En Educación Popular, Sarmiento hace mucho más que compilar sus observaciones realizadas en Europa y Estados Unidos: las sistematiza. Los 8 capítulos combinan diferentes materiales y registros de escritura: notas de “campo”, crónicas, entrevistas y sentencias, fuentes primarias y planos. Se trata de un texto programático que -según Tedesco y Zacarías- convierte “un relato de viaje […] en una de las obras pedagógicas más importantes de la historia argentina”.
El índice recorre todo el espinel de las tareas que comprende la empresa de escolarización moderna: desde la creación de un sistema de rentas para sostener la escuela hasta la construcción de edificios escolares; desde la elaboración de leyes específicas que regulen la vida escolar hasta la formación de maestros idóneos y la creación de bibliotecas. Se trata, en ese sentido, de una obra integral que busca configurar un sistema pedagógico en el sentido estricto de la palabra.
¿Cuál era el sistema más apropiado para organizar la educación popular en Argentina? Sarmiento se debatía entre dos grandes referencias: el modelo prusiano y el norteamericano. En 1806, el ministro Humboldt le había confiado la organización de las escuelas a las autoridades estatales locales prusianas, centralizando la prestación del servicio educativo. Este modelo garantizaba la implementación de ciertos niveles de cohesión curricular sobre el conjunto de las escuelas. Esta experiencia fue imitada por otras naciones europeas, en buena medida, porque a través de esa modalidad se habían alcanzado los índices de escolarización más altos del continente. Relata Sarmiento:
“Después de varias excursiones en Italia, extrañas al asunto de que por ahora me ocupo, me dirigí a Prusia, el país como es sabido, más afamado por la organización oficial de la instrucción pública.”
Allí fue recibido por el Ministro del Rey Eichhorn, quien le facilitó el ingreso a las escuelas. De aquellas visitas, Sarmiento concluyó que “en los países donde el sistema prusiano de educación ha estado en fuerza por 20 o 30 años, hay palpablemente una actividad mental más grande, mayor capacidad de mejora en las más ínfimas clases del pueblo, que no solamente sabe más, sino que es más capaz de aprender.”
El sistema educativo norteamericano, por el contrario, ofrecía un perfil esencialmente descentralizado, donde la sociedad era la principal responsable de impulsar y sostener las instituciones educativas. A tal punto, que los orígenes de la sociedad y la educación se entremezclaban en una genealogía común: “Como he dicho antes, la instrucción pública en Massachusetts, es de una antigüedad tan remota como la sociedad misma, y los hábitos de propio gobierno de cada población, ciudad o villa en el estado más democrático de los que forman la unión, estorbaba que hubiese un sistema general, o cuando menos vigilancia o inspección inteligente y ordenada”. La ejemplaridad que se desprende de esta cita es doble: por un lado, porque indica que educación y sociedad nacen juntas, como si fuesen elementos intrínsecos; por el otro, porque cualquier modelo centralizado de gobierno representaba un estorbo para el funcionamiento democrático del sistema de enseñanza. En ese modelo pedagógico la escuela ganaba autonomía, haciendo de cada institución un verdadero laboratorio de experimentación republicana. Los maestros gozaban de libertad para desarrollar métodos novedosos y técnicas de enseñanza singulares. Los inspectores tenían la misión de visitar las escuelas con el principal propósito de registrar aquellas experiencias y difundirlas en el Estado.
Sarmiento se interesó en este modelo, porque entrevió allí dinámicas sociales que deseaba ver funcionando en el cono sur. Aunque tenía presente que en América era el Estado, sino el principal interesado, al menos el responsable último de que aquellas fuerzas creadoras lograran desenvolverse. Paradojas de un liberalismo que discursivamente apelaba al libre desenvolvimiento de la sociedad pero en la práctica desplegaba todos los recursos estatales para implementar el programa de reformas anhelado. El modelo educativo argentino estará, desde entonces, atravesado por esa tensión constitutiva.
Para el sanjuanino, la responsabilidad principal del Estado como garante de la educación no significa el desentendimiento de la sociedad, sino una redistribución de los antiguos roles expresado en una triple interpelación del padre de familia, como contribuyente, como vecino y como patriota. En el acto de “nombrar”, Sarmiento reasigna las potestades del Estado y la sociedad y distribuye funciones entre unos y otros; le confiere al padre de familia responsabilidades en el sostenimiento (en su calidad de contribuyente), el fomento (en su calidad de vecino) y la defensa de la instrucción primaria (en su condición de patriota).
Sarmiento le da existencia discursiva a las nuevas posiciones de sujeto que el sistema educativo moderno requiere para su funcionamiento. “El padre de familia está ligado a una localidad especial; allí están sus hijos, esto es, los que van a recibir inmediatamente la aplicación de la contribución que paga para sostener la instrucción pública; […] El gobierno, la ley o la sociedad no pueden imponer sino un mínimum de donde no ha de bajar para todos, pero jamás un máximum de donde no pueda pasar, resulta que la instrucción pública, aunque gratuita y costeada por el Estado, tiene un alto carácter de municipal, o de local, por cuanto el contribuyente tiene a más de la obligación de proveer a la educación pública, según la parte de la fortuna nacional que está en sus manos, el derecho de extender la instrucción que ha de beneficiar a sus hijos, vecinos, ciudad o provincia particular, según su patriotismo, y según la importancia que individualmente o colectivamente con los demás miembros de una localidad da a la instrucción de sus hijos y de los de sus vecinos.”
Sarmiento despliega y combina una nueva forma de interpelación estatal sobre la sociedad a la que nombra bajo diferentes denominaciones, singulares y colectivas: “padre de familia”, “barrio” y “ciudad”; a través de modalidades organizativas: “distrito” y “municipal”, y en diferentes escalas: “local” y “provincia”.
Una voluntad estatal
El 12 de octubre de 1868 Sarmiento asume el cargo de presidente de la nación. Pocos días antes de asumir la Presidencia, consciente del desafío, dirige una carta a Lucio Mansilla, manifestando su (renovado) compromiso con el proyecto civilizador, con una sentencia: “prometo que levantaré la piedra y la subiré a la montaña”.
En su gestión, Sarmiento desplegó una importante acción cultural y educativa. Entre las instituciones que contribuyó a fundar, se cuentan la Academia Nacional de Ciencias, la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas, el Colegio Militar y la Escuela Naval, el Observatorio Astronómico y la Oficina Meteorológica de la provincia de Córdoba. También impulsó la creación de Departamentos Agronómicos anexos a los Colegios Nacionales. En paralelo, inició el tendido de la red telegráfica, modernizó el sistema de correo postal y amplió la red ferroviaria. Con la misma vehemencia, se dedicó a la concreción de su programa educativo: estableció el primer censo escolar (1869), creó la primera Escuela Normal (1870) en la ciudad de Paraná y sancionó la ley de subvenciones escolares (1871). En seis años, se fundaron más de 800 escuelas primarias, se edificaron más de 100 bibliotecas populares y se promulgó la legislación respectiva, creando la Comisión Protectora de Bibliotecas Populares. El balance de su política educativa puede ser interpretada con abierto optimismo: mientras que en 1868 alrededor de 30.000 niños asistían a las escuelas, seis años después ese número había crecido notablemente, alcanzando los 100.000 alumnos.
Sin embargo, su proyecto de integración social a través de la escolarización popular excluyó a no pocos hombres y mujeres, portadores de saberes forjados en tradiciones orales y transmitidas a través de complejas instituciones culturales, por considerarlas rémoras del pasado. Sarmiento no supo entrever en aquellas tradiciones las hebras desde las cuales anudar una identidad mestiza ni fue capaz de imaginar cómo aquella pluralidad de etnias, saberes, costumbres e identidades podrían enriquecer la vida en común. Su proyecto cultural reposaba en el conocimiento objetivado por le cultura escrita: “Quien dice instrucción dice libro. Solo los pueblos salvajes se transmiten sus historias y sus conocimientos, costumbres y preocupaciones por la palabra de los ancianos”. Había que “depurar” la sociedad y por esa razón una importante porción de los pueblos indígenas y del sector conformado por los gauchos fueron perseguidos y combatidos por el Estado, arrasando a su paso con legados religiosos y culturales hoy prácticamente desaparecidos. Muchos de los pedagogos y maestros que lo sucedieron, retomaron ese mandato. Como afirma Adriana Puiggrós, “los educadores argentinos de fines del siglo XIX y comienzos del XX fueron herederos del discurso sarmientino sobre el sujeto pedagógico” en buena medida, porque tras los límites del discurso pedagógico elaborado por el sanjuanino “solo podían imaginar el caos de la barbarie o el conservadurismo católico más retrógrado”.
Sarmiento ubicó el proyecto educativo –como advierte Inés Dussel- “en el centro de una razón estatal omnívora que se preguntó poco sobre la ética de sus intervenciones”. Fue este, tal vez, su rasgo más paradojal: Sarmiento forjó las condiciones para que la educación sea un bien común, pero no titubeó en dejar a cientos de miles fuera de su alcance; talló el contorno de un pueblo al que buscó exorcizar de sus elementos plurales; insistió como nadie en que las puertas de las escuelas desembocan en el futuro, aunque sus aulas no resultarían hospitalarias con todos.
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